domingo, 16 de enero de 2011

Tres, seis, cinco.

Tres de la mañana, quizás cuatro, no miré la hora. Solté el último libro que me hacia compañía todas las noches, apagué el flexo y radicalmente me puse a contemplar el techo con la poca luz que entraba por la ventana, (siempre está cerrada cuando se habla de temas nocturnos), luz artificial. La persiana unos palmos abierta, con rendijas como barrotes de prisión, pero carece de interés.
Empecé a calar la mirada en la puerta, entreabierta ésta, los muebles, el escritorio, los objetos materiales, y no tan materiales que ocupan todos los espacios habitables por insectos, no verificados hasta hoy. Todas esas siluetas formales parecían la fauna de una selva, siempre lo parecen, incluso sin el polvo,
Me levanté casi con los ojos cerrados, busqué en el último pantalón que me había puesto esa tarde la caja de cigarrillos, el mechero, y lo tiré de vuelta al suelo. Dos cigarrillos, uno de ellos lo cogí como si fuese el desayuno, que no me tomaría más tarde. Con el mismo tiempo que se toma un borracho en llegar de vuelta a casa, encendí el mechero, y éste prendió al cigarrillo casi al estar en la plenitud del contacto, leyes naturales.
Abrí la ventana, para darle vía al humo y huida al oxígeno. Siete farolas alumbraban las calles, algunos coches aparcados a punto de ser robados más de uno, los gatos que cruzaban de jardín en jardín con unos maullidos de espanto, como un recién nacido y poco más. No me levanté con el propósito de observar la nocturnidad del barrio, de hecho no me levanté con ningún propósito, sólo que me costaba dormir.
Todas las noches iguales, pero no monótonas. No debería quejarme.