martes, 9 de septiembre de 2014

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Esta mañana me he levantado con el miedo de que mi madre me llamase Elena.
Vivo tanto de ella, que siento que me he escapado de su alma, le pertenezco. En mi cabeza sólo tengo su sonrisa tatuada, el beso eterno, su brillo mirándome fijamente. Cierro los ojos y puedo sentirla. No está, pero un escalofrío recorre todo mi cuerpo, dejándome los bellos de punta. No puedo pensar en otra cosa que no esté ligado a su persona. Ya no vivo dentro de mi, se ha apoderado de mi cuerpo, mi mente es suya. La muerte lentamente por no tenerla es proporcional a las palabras que me dice y repito una y otra vez, cobrando vida. Sus palabras son vida.
Hace funcionar cada órgano que tengo. El corazón se me sale del pecho, siento que lo toca, que lo besa, lo hace palpitar, que sin ella sólo sería un cuerpo inerte. Mi corazón tiene nombre, porque es suyo.
Era escéptico, no creía en las personas, pero ahora creo en el amor, porque lo tengo, creo en las señales del universo. Es un regalo, ha dado luz y sentido a mi vida, como al que busca la fe y tiene una aparición mariana. Sólo que esto es real. En caso de que esté durmiendo y todo sea un sueño, no quiero despertar, quiero que sea lo último y único en recordar, sentir para siempre que una vez conecté con el centro de la Tierra.
Mi corazón acaba de hacer las maletas rumbo a tu casa. Cuando suene el timbre de la puerta espero que seas tú quien le abras, y lo recibas con las mismas ganas con las que yo quiero sentirte en mis brazos. Sé que lo harás. No lo necesito para vivir, no necesito nada que no seas tú, me lo das todo, incluso el aire que quiero respirar.
Por convertir el aullido de lobo en un “te adoro amor”, te doy las gracias.