miércoles, 28 de diciembre de 2011

Pretérito pasado. 2008.

Lo que nos unió, acabó separándonos. Conectamos con un par de miradas, que provocaban un concepto abstracto al sentido. Compartimos interjecciones, preguntas, respuestas, silencios, a veces a kilómetros, otras tan cerca que teníamos que cerrar los ojos. La distancia nos mataba y las horas juntos eran domingos para la iglesia (temática que ni comparto ni respeto).
Los problemas se solucionaban con unos verbos y afirmaciones, y unas sonrisas claro, hasta que haces de lo imposible una cuestión. Los problemas tienen solución, pero si expones al deceso como uno, por ejemplo, tiras muy alto, y el resultado sera como lanzar la red de pesca a la orilla del mar, una orilla de una playa desierta.
El tiempo daba tiempo, mientras jugabas a la ruleta, yo jugaba a las tragaperras, personificado según hablando tú y yo. 
Encontré la solución al problema insolvente. Esto no era un problema, sólo otro caso personal donde se mezcló el amor con el trabajo. Un breve contacto físico, un adverbio de negación, un verbo que vive en los extremos, y una perífrasis, fue lo último que salió de mí, verbalmente. No todo son palabras. Somos parecidos a los peces, pues se desahogan en un mar, mar que llevan dentro. Hoy en día me desprendo de cualquier sujeto que transmita algun mínimo sentido que llegue a reconocer.
No estimes algo equivocado, ya no te conozco, simple y llanamente, nací como un malcriado, con malas ideas en el fondo. Eso viene de familia.

Futuro perfecto. 2008.

Las palabras se adhieren al papel y a los sentidos como la sonrisa a los labios. Las personas se separan como el polen de las flores. Llega la época, se olfatea en el aire.
Comienza el momento de que la abeja regrese a la flor, de que retorne a la dulzura que siempre sacó de ella, y que siempre le ofreció. La flor alejada de los jardines, sola en un paraje; así lo quisieron los pétalos y así lo quiso la abeja.

Tarde. 2009.

Tarde, como cuando quise volver al parque y no a las horas que vuelvo a casa. Siempre es fácil escuchar que los años de perder el tiempo se acabaron, pero difícil decirlo y más aún, creerlo.
El futuro lo vivo al día, normal que haya tantas discusiones en casa por las mentes pensantes diferentes, dígase mi madre y yo. Suena hasta normal nombrar a la madre que me parió literalmente y no a mi padre literal, pero lo duro esta detrás. No nombrarlo ni contar con él, viviendo bajo el mismo techo (tampoco le culpo, tiene sus “motivos” , pero se salen del tema). Así me crié y es lo que me queda.
Lo que nos queda es lo que viene, más cumpleaños, más veranos, menos horas al día, más despedidas. Lo que nos aguarda ni siquiera es lo que tenemos, porque ayer mi madre estuvo tirando recuerdos del primer cajón de mi mesa de noche. No todo está en las neuronas.
Sin comerlo ni beberlo, a veces hoy puede ser tarde. Como cuando planeaba el siguiente viaje con mi abuelo y empecé a perderlo a los dos días.

Conmoción forastera. 2008.

Apoyado en la ventana, con parte de la cabeza al exterior respaldada por los brazos.
La lluvia incide sobre mis partes alcanzables, extendiéndose camino abajo. También me alcanza la que salpica en el marco de la persiana, pero no quiero dejar de hacer lo que estoy haciendo. Observar humildemente la lluvia, darme cuenta de que, la nostalgia es la peor enfermedad psicológica pasiva, a largo plazo, para seres que viven desde el interior y no reflejan toda la viveza en sus ojos.
Sensibles, la debilidad humana, algunos lo llamarían así, pero no es nada de eso, es algo que va más allá de lo totalmente impuesto y concebido con los años en la sociedad. Es lo que esta detrás de lo único que nos damos cuenta.
Ésto no es ni el comienzo de lo entendido por las mentes auténticas.
Sigue lloviendo, y lloverá como simbología.

Martes 18, 2008.

Sentado, esperando, aunque no hace falta nada para hacerlo. El tiempo es momento de espera a otra acción. Según el sol es plena tarde. A veces me desespera saber que hora es tan sólo mirándolo, o contemplando la luna. Pero seguro que, el individuo que acaba de pedirme algo de dinero suelto en la parada, no sabe ni a que día estamos. La única calderilla que tengo suelta está en la cabeza, y no se la daría a nadie porque sería como apostar por el trece un martes de estos.
El sol más próximo a los edificio del barrio, la luna alejándose de las montañas donde se esconde, continúo en las mismas coordenadas, pasando el tiempo hasta que algo me haga esperar en otro lado, a no sé qué.
Pedir calderilla en algún momento del día no vendría mal en una vida tan controlada.
Seguro que me olvidaría por completo del calendario, sin tantos preámbulos de la espera, pero debería dedicarme a ello. No serviría como una acción efímera y pasajera que te haga cambiar por la condicional, porque nadie tiene o quiere darme algo de dinero suelto, y son las siete y once de la tarde del mismo día.